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Por qué hay que cerrar Guantánamo: Consejos para Barack Obama

17 de noviembre de 2008
Andy Worthington


El domingo, en su primera entrevista televisiva desde que ganó las elecciones presidenciales, Barack Obama repitió su promesa electoral de cerrar la prisión de Guantánamo y prohibir el uso de la tortura por las fuerzas estadounidenses. En el programa 60 Minutes, explicó: "He dicho en repetidas ocasiones que tengo la intención de cerrar Guantánamo, y lo cumpliré. He dicho repetidamente que Estados Unidos no tortura. Y voy a asegurarme que no torturamos. Todo ello forma parte de un esfuerzo por recuperar la estatura moral de Estados Unidos en el mundo".

Desde que Obama empezó a reunirse con su equipo de transición, las filtraciones, cotilleos y rumores sobre los planes de la nueva administración para cerrar Guantánamo, y los obstáculos que tendrán que superar, han llenado las ondas y las portadas de los periódicos. En un intento de separar la realidad de la ficción y de proporcionar información útil al Presidente electo, me gustaría ofrecer mi consejo, basado en los tres años que he pasado estudiando Guantánamo con un detalle sin precedentes, como autor de The Guantánamo Files, el primer libro que cuenta las historias de todos los presos, y como comentarista y analista responsable de numerosos artículos sobre Guantánamo en los últimos 18 meses.

Como sin duda saben el Presidente electo y su equipo de transición, en Guantánamo hay tres categorías de presos: unos 50 presos cuya puesta en libertad ha sido autorizada o cuyo traslado ha sido aprobado tras múltiples revisiones militares; hasta 80 presos considerados aptos para ser juzgados por una Comisión Militar (el sistema de "juicios por terrorismo" concebido en la Oficina del Vicepresidente en noviembre de 2001); y otros 125 presos que desde hace tiempo se consideran "demasiado peligrosos para ponerlos en libertad pero no lo suficientemente culpables para procesarlos".

Sin embargo, antes de examinar en detalle lo que debería hacerse con cada uno de estos grupos de presos, es importante entender cómo llegó la administración a mantener presos sin cargos ni juicio durante casi siete años, y cómo llegó a someter a algunos de ellos a juicio en un sistema novedoso y no probado para "sospechosos de terrorismo", y examinar la forma peligrosamente defectuosa en que los presos fueron detenidos, retenidos, interrogados y valorados como una amenaza para Estados Unidos.

11-S: una excusa para un poder ejecutivo sin límites


Tras los atentados del 11-S, la respuesta de la nación fue impulsada principalmente por el vicepresidente Dick Cheney, el ex secretario de Defensa Donald Rumsfeld y sus asesores cercanos (incluido, en particular, el asesor jurídico de Cheney, David Addington). Según el "nuevo paradigma" ideado por estos hombres, los prisioneros capturados en la "Guerra contra el Terror" no eran considerados ni criminales ni Prisioneros Enemigos de Guerra protegidos por las Convenciones de Ginebra, sino "combatientes enemigos ilegales", que podían ser retenidos indefinidamente sin cargos ni juicio. La principal justificación para ello fue una orden militar redactada por Cheney y Addington en noviembre de 2001, que también creaba las Comisiones Militares. Aprobada prácticamente sin ningún tipo de supervisión, la orden militar fue seguida de una serie de dictámenes jurídicos secretos, que intentaban redefinir la tortura y aprobaban el uso de "técnicas de interrogatorio mejoradas" (el eufemismo elegido por la administración para referirse a la tortura) tanto por parte de la CIA como del ejército en general.

Esto ya era bastante repugnante, pero lo que resultaba aún más inquietante era la teoría que sustentaba estas innovaciones. La orden militar y los memorandos secretos -y las "declaraciones de firma" que el Presidente adjuntó a un número récord de leyes aprobadas por el Congreso, como recomendaba Addington- sirvieron de nefasto ejemplo de la búsqueda por parte de la Administración de un poder ejecutivo sin trabas, basado en la "teoría del ejecutivo unitario".


Abrazada por Cheney y Rumsfeld durante sus años de formación en la Casa Blanca de Richard Nixon, y también por Addington (izquierda), que formó equipo con Cheney para proteger a Ronald Reagan durante el escándalo Irán-Contra, la teoría sostiene que, cuando lo desea, el Presidente tiene derecho a actuar unilateralmente, sin interferencia del Congreso ni del poder judicial. Por supuesto, contraviene directamente la separación de poderes sobre la que se fundó Estados Unidos, y sus detractores llevan mucho tiempo insistiendo en que se trata nada menos que de un intento del ejecutivo de hacerse con los poderes dictatoriales que la Constitución pretendía impedir.

La "Guerra contra el Terror" brindó a los partidarios de la "teoría del ejecutivo unitario" una oportunidad sin precedentes para actuar sin ningún tipo de supervisión, pero lo que la hizo aún más chocante en su ejecución fue que no permitió que se planteara ninguna pregunta sobre si las políticas de la administración eran o no equivocadas, excesivamente entusiastas o simplemente erróneas.

Compra de prisioneros a cambio de recompensas y destrucción de los Convenios de Ginebra

Aferrándose al mantra de que cualquier cosa que el Presidente decidiera hacer era una expresión justificable de su papel como Comandante en Jefe en tiempo de guerra, a la Administración no le preocupó que, cuando empezó a recoger prisioneros durante la invasión de Afganistán, muchos de los retenidos como "combatientes enemigos" no fueran capturados por las fuerzas estadounidenses, sino por sus aliados afganos y pakistaníes, que se vieron alentados por los pagos de recompensas, de una media de 5.000 dólares por cabeza, que se ofrecían por "sospechosos de Al Qaeda y los talibanes".

En su autobiografía de 2006, In the Line of Fire, el presidente Musharraf de Pakistán se jactaba de que, a cambio de entregar a 369 sospechosos de terrorismo (que en su mayoría fueron trasladados a Guantánamo), "hemos obtenido pagos de recompensas por un total de millones de dólares." Cuando los investigadores de la Facultad de Derecho de Seton Hall analizaron 517 Resúmenes No Clasificados de Pruebas de los prisioneros (documentos en los que se exponen los argumentos del Pentágono para retenerlos como "combatientes enemigos"), descubrieron (PDF) que el 86% no habían sido aprehendidos por las fuerzas estadounidenses, sino por sus aliados, lo que indicaba que la probabilidad de que hombres inocentes (o soldados de infantería talibanes sin conocimiento de Al Qaeda) fueran hechos pasar por graves "sospechosos de terrorismo" era enorme.

Igual de inquietante es darse cuenta de que, una vez bajo custodia estadounidense en las prisiones del aeropuerto de Kandahar y la base aérea de Bagram, la mayoría de los prisioneros que acabaron en Guantánamo ni siquiera fueron examinados para determinar si debían haber sido recluidos en primer lugar. Un interrogador de alto rango en Kandahar y Bagram, que escribió un libro sobre sus experiencias (The Interrogators) bajo el seudónimo de Chris Mackey, declaró explícitamente que, según órdenes impartidas por altos cargos del ejército estadounidense y de las agencias de inteligencia, a quienes se enviaron las listas de prisioneros desde Afganistán, todos los "combatientes talibanes/extranjeros no afganos" debían ser enviados a Guantánamo. Como señaló Mackey, "en sentido estricto, eso significaba que a todos los árabes que encontráramos les esperaba una estancia prolongada y un eventual viaje a Cuba."

Lo mismo ocurrió con la mayoría de los aproximadamente 220 afganos que también fueron trasladados a Guantánamo. Aunque Mackey dejó claro que sólo los afganos con un "valor de inteligencia considerable" debían ser enviados a Guantánamo, no fue hasta junio de 2002, cuando ya habían sido trasladados unos 600 prisioneros en total, cuando los responsables sobre el terreno en Afganistán idearon una categoría de prisionero temporal, que podía ser retenido durante 14 días sin que se le asignara un número que entrara en el sistema supervisado por el Pentágono y las agencias de inteligencia. Era, explicó, la única forma de poder ocuparse al menos de algunos de los muchos afganos inocentes que acababan bajo su custodia. Sin embargo, ni siquiera esto consiguió detener el flujo de afganos detenidos por error, que siguieron siendo enviados a Guantánamo hasta que finalizó la entrega industrial de prisioneros en agosto de 2003.

Todo este proceso contrastaba notablemente con los tribunales del campo de batalla del Artículo 5, consagrados en las Convenciones de Ginebra, que se habían celebrado en todas las demás guerras estadounidenses desde la Segunda Guerra Mundial. Celebrados cerca del momento y el lugar de la captura, estos tribunales permitían a los militares separar a los soldados de los civiles atrapados en el caos de la guerra, permitiendo a los prisioneros presentar su caso ante una junta de revisión militar y llamar a testigos. Durante la primera Guerra del Golfo, por ejemplo, los militares celebraron 1.196 tribunales en el campo de batalla, y en casi tres cuartas partes de ellos los prisioneros fueron declarados inocentes y posteriormente puestos en libertad.

Los tribunales deliberadamente viciados de Guantánamo


Cuando finalmente se permitieron los tribunales, éstos se celebraron hasta tres años después de la captura de los prisioneros, y tuvieron lugar en Guantánamo, a medio mundo de distancia del lugar de captura. Además, se introdujeron únicamente como reprimenda al Corte Supremo. En junio de 2004, alarmado por el hecho de que los prisioneros capturados en tiempo de guerra estuvieran detenidos sin posibilidad de revisión (aunque mantuvieran, como hacían muchos, que eran inocentes capturados por error), el Corte Supremo dictó una sentencia sin precedentes, concediendo a los prisioneros el derecho de habeas corpus, es decir, el derecho a impugnar el fundamento de su detención ante un juez imparcial, basándose en una ley inglesa de 800 años de antigüedad que era una de las piedras angulares de la legislación estadounidense.

Como burla a los tribunales del campo de batalla (y a las intenciones del Corte Supremo), los Tribunales de Revisión del Estatuto de los Combatientes (CSRT) de Guantánamo impidieron a los presos tener acceso a abogados, no les dieron la oportunidad de presentar pruebas en su defensa y les impidieron ver o escuchar las pruebas clasificadas contra ellos.

Además, aunque estaban facultadas para citar a testigos de fuera de Guantánamo, las autoridades respondieron a todas las solicitudes alegando que no habían podido ponerse en contacto con ellos, incluso cuando, como Carlotta Gall y yo informamos para el New York Times en febrero, el testigo solicitado por un preso concreto (Abdul Razzaq Hekmati, afgano que murió en Guantánamo de cáncer el 26 de diciembre de 2007) era Ismail Khan, ministro del gobierno de Hamid Karzai.

Además, las dudas sobre la calidad de la información presentada como prueba por el gobierno se confirmaron espectacularmente en junio de 2007, cuando el teniente coronel Stephen Abraham, veterano de los servicios de inteligencia estadounidenses que había trabajado en los tribunales, denunció que éstos no eran más que una tapadera para confirmar la designación previa de los prisioneros como "combatientes enemigos". En análisis detallados de los fallos de los tribunales (disponibles aquí y aquí), Abraham explicó, sin ambigüedades, cómo el organismo creado para administrar los tribunales, la OARDEC (Oficina para la Revisión Administrativa de la Detención de Combatientes Enemigos), contaba en su mayor parte con personal sin experiencia en el análisis de inteligencia, no estaba facultado para recabar pruebas de las agencias de inteligencia y se veía obligado, en su mayor parte, a basarse en información "de carácter general -a menudo obsoleta, a menudo 'genérica', rara vez relacionada específicamente con los sujetos individuales de los CSRT o con las circunstancias relacionadas con el estatus de esos individuos", y en otra información extraída de los interrogatorios de los propios prisioneros, en los que sus "confesiones" sobre sus propias actividades y las de otros prisioneros pueden haber sido -y con frecuencia lo fueron- obtenidas mediante tortura, coacción o soborno.

Uno de los rasgos distintivos de la administración Bush ha sido su negativa a reconocer que ha cometido algún error en la "guerra contra el terror", y esto también quedó claro durante los CSRT. Debido a lo que uno de los miembros del tribunal calificó de "bajo nivel probatorio" para decidir que los prisioneros eran "combatientes enemigos", sólo 38 de los 558 prisioneros detenidos en aquel momento fueron puestos en libertad, a pesar de que posteriormente se ha puesto de manifiesto que en realidad había muchos más hombres inocentes detenidos. Sin embargo, lo que hace aún más inquietante esta situación es saber que la administración insistió en volver a convocar tribunales en varias ocasiones cuando no estaba satisfecha con el resultado inicial.

Esto le ocurrió al teniente coronel Abraham después de que se le pidiera que participara en un tribunal, cuando él y sus compañeros se negaron a concluir que Abdul Hamid al-Ghizzawi, tendero libio con esposa afgana y un hijo pequeño, era un "combatiente enemigo". Abraham y sus compañeros fueron destituidos, y un segundo tribunal secreto revocó debidamente su dictamen. También ocurrió en otras ocasiones, incluidos los casos de dos de los 22 uigures de Guantánamo (musulmanes de la provincia china de Xinjiang, que habían huido a Afganistán para escapar de la persecución del gobierno chino).

Para siempre manchados como "combatientes enemigos"

Además, como señaló el verano pasado uno de los colegas del teniente coronel Abraham, la negativa a admitir que alguno de los prisioneros fuera inocente significó que, "después de que se descubriera que varios detenidos 'no eran combatientes enemigos', el Departamento de Defensa eliminó esa opción y tuvimos que empezar a utilizar el término 'ya no son combatientes enemigos' para los detenidos sin motivo aparente."

Cuando se celebraron las sucesoras del CSRT, las Juntas de Revisión Administrativa (ARB) anuales, cuyo objetivo declarado era determinar si los presos seguían constituyendo una amenaza para Estados Unidos, las autoridades prescindieron rápidamente de la afirmación de que los presos "ya no eran combatientes enemigos". De los 207 presos a los que se aprobó la salida de Guantánamo tras las tres primeras rondas de las JRA, sólo 14 fueron considerados "ya no combatientes enemigos", y el resto siguieron siendo considerados explícitamente "combatientes enemigos", a los que sólo se aprobó el traslado desde Guantánamo: a la custodia de su país de origen o a un tercer país.

En un segundo artículo, demostraré los efectos de esta cínica maniobra semántica en los 50 presos que siguen recluidos en Guantánamo y que han sido autorizados para ser puestos en libertad o "aprobados para su traslado", pero que no pueden ser repatriados debido a los tratados internacionales que impiden la devolución de ciudadanos extranjeros a países en los que corren el riesgo de ser torturados. Sugeriré cómo puede Barack Obama salir de este punto muerto, y también examinaré el abismo entre la retórica y la realidad en lo que respecta a las Comisiones Militares, las propuestas de traslado de presos al territorio continental de Estados Unidos y lo que el nuevo Presidente debería hacer con los presos considerados "demasiado peligrosos para ser puestos en libertad, pero no lo suficientemente culpables para ser procesados".


 

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